martes, 15 de enero de 2008

Teoría Pedagógica

[Primera Sesión: Samoa]


La primera obra de Margaret Mead, publicada en 1928, estudia in situ las costumbres de los samoanos, en especial aquellas relativas a la crianza y educación de los niños y el paso de éstos a la edad adulta. Su objetivo es establecer una comparación entre la adolescencia en Norteamérica (caracterizada por un período de angustia y zozobra) y la adolescencia tal como se experimentaba en estas remotas islas del Pacífico. Mead pretende establecer por qué los jóvenes samoanos no conocen esa adolescencia turbulenta de que tanto solemos hablar en Occidente.

Para ello, la autora elabora una descripción de la vida familiar y social de los samoanos, explorando en las diferencias que existen con respecto a la misma en Norteamérica. Se da cuenta de ciertos puntos que pasamos a enumerar.

1) En Samoa no existe un sentimiento especial e íntimo entre padres e hijos, pues el hogar consta de varios hombres y mujeres. Estos familiares diversos, como tíos, primos o abuelos, actúan como un ejército de padres y participan de igual manera en la crianza de los niños, ganándose la confianza de éstos y ejerciendo autoridad sobre ellos. Los niños samoanos están protegidos contra nuestros complejos de Edipo o Electra, y emocionalmente no dependen tanto de sus padres biológicos. Los jóvenes pueden elegir entre varias residencias; por ejemplo, la de su padre enérgico, la de su padre caritativo o la de su padre sabio. Al mismo tiempo, las actitudes de los jóvenes hacia lo sexual o lo religioso no se ven afectadas por estos «padres», pues cada uno de ellos, separadamente, ocupa muy poco espacio en sus vidas como para ejercer una influencia crucial.

2) Las relaciones sentimentales y sexuales son tempranas, y conllevan una carga emotiva menor que en Occidente, pues los samoanos “tienen un bajo nivel de apreciación de las diferencias de personalidad y una pobre concepción de las relaciones personales. A tal actitud contribuye indudablemente la aceptación de la promiscuidad”[1]. Al desconocerse parcialmente el alto valor que en Occidente le otorgamos a la castidad y al matrimonio, las relaciones fortuitas no son fuente de tanta angustia: la base de las relaciones personales en Samoa es sencillamente la respuesta automática e indiferenciada a la atracción sexual, el sexo es “mas bien un fin que un medio, algo que es valorado por sí mismo y rechazado en tanto tiende a atar un individuo a otro”[2].

3) Desde pequeños, los niños samoanos conocen una regla básica: los amigos serán parientes del mismo sexo, los amantes no deberán ser parientes. El hecho de que los amantes no sean parientes, y que con frecuencia éstos sean forasteros, acentúa la independencia de cada uno de los miembros de la pareja y reduciría la posibilidad de una alta carga afectiva entre ambos.

4) En Samoa las diferencias sexuales se remarcan socialmente desde la infancia: los niños pertenecen a una especie de casta diferente de las niñas, existiendo una especie de hostilidad entre ambos grupos. Los niños y niñas que son parientes son estrictamente separados. ¿Horror? Puede ser, pero Mead aclara: “podríamos rechazar la parte del esquema samoano que no acarrea ninguna ventaja, como […] la separación de los sexos antes de la pubertad, [pero podemos] aprender algo de una cultura en la que el hogar no domina ni deforma la vida del niño”[3].

5) Otro aspecto que como occidentales rechazaríamos es la regimentación de la amistad por parentesco, esto es que para los samoanos existe una especie de orden en que debemos hacer amistades (con el pariente, con la esposa del pariente, con el jefe hablante, etc). Por lo tanto, la amistad no se basa tanto en consideraciones de mera simpatía o afinidad espiritual, sino en asociaciones regimentadas.

6) La actitud de los samoanos hacia el sexo es clara y abierta. Ningún factor relativo a lo sexual es considerado inadecuado para los niños, y ningún niño tiene que ocultar su conocimiento de lo sexual para evitar algo como el castigo corporal o la meditación acerca del trágico hecho. “El secreto, la ignorancia, el conocimiento culpable, las especulaciones erróneas que derivan en concepciones grotescas, que pueden tener resultados de largo alcance, el conocimiento de los meros hechos físicos del sexo sin un paralelo de la excitación correlativa, el nacimiento sin los dolores del parto, de la muerte sin el fenómeno de la corrupción ―fallas principales en nuestra fatal filosofía de no proporcionar a los niños un conocimiento de la terrible verdad―, todo ello está ausente en Samoa. Además, el niño samoano que participa íntimamente en la vida de una multitud de parientes, posee muchas y variadas experiencias sobre las que puede basar sus actitudes emocionales”[4].

7) Asimismo, no se oculta a los niños lo relativo al nacimiento (la concepción por relación sexual, el dolor del parto, etc) o la muerte (la repugnancia hacia los olores de la descomposición), pues ello se considera tan natural como comer o dormir. “Esta aceptación serena y realista de la presencia de los niños envuelve a éstos en una atmósfera protectora, les ahorra choques y los ata aun más estrechamente a la emoción común que tan dignamente se les concede […] ciertos padres norteamericanos, que creen en una práctica semejante a la samoana y permiten a sus niños ver cuerpos humanos adultos y obtener una experiencia más amplia del funcionamiento del organismo que la que comúnmente se permite en nuestra civilización, construyen sobre arena. Porque el niño, tan pronto como deja el círculo protector de su hogar, es sacudido por la valoración que juzga fea y antinatural tal experiencia en los niños. Probablemente, la tentativa individual de los padres habrá causado al niño más daño que beneficio, pues falta la necesaria actitud social que la sustenta”[5]

Para Mead, todo esto explica por qué los samoanos registran niveles tan exiguos de neurosis e inadaptación social. Sus aportes son fundamentales para la etnografía moderna y deben ser tomados en cuenta hoy en día, pues en un mundo que tiende cada vez más hacia la globalización, el retorno a nuestros orígenes y a nuestra naturaleza humana más básica se hace imperioso. Pero debemos aprender a conjugar el legado de los samoanos y otros pueblos «primitivos» con los hallazgos del Occidente industrializado, pues ningún pueblo tiene la verdad absoluta: como occidentales podemos rechazar la segregación por sexo en la infancia, o la amistad regimentada. Pero no cabe duda que Samoa debe seguir en las mentes de los occidentales, por tiempo indefinido.


[1] Margaret Mead, Adolescencia y Cultura en Samoa, Buenos Aires, Editorial Paidós, 1961, pp. 268, p. 230

[2] Ibidem

[3] Ibidem, p. 222

[4] Ibidem, p. 225

[5] Ibidem

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