martes, 15 de enero de 2008

Teoría Histórica (I)

[Primera Sesión: La Mujer]

En su obra El Feminismo, Andrée Michel realiza un recorrido historiográfico por la condición social de la mujer en Europa. Nos centraremos en esta ocasión en resumir la parte de su obra que abarca el período del Medioevo hasta el fin del Renacimiento.


El Feudalismo

La autora explica cómo, tras la caída del Imperio Romano, un proceso descentralizador se abrió paso, y las normas que desde Roma encerraban a las mujeres a ciertos espectros se fueron debilitando. Es por ello que “en los siglos VI y VII, aun cuando los Padres de la Iglesia hayan privado a las mujeres del derecho al episcopado, y hayan resumido en sus escritos todo el antifeminismo de los siglos precedentes, las mujeres contribuyeron en la misma medida que los hombres a la fundación de monasterios en las regiones no roturadas”[1]. Así tenemos que monjas y abadesas compartían y a veces incluso superaban el poder de sus pares masculinos: sus responsabilidades incluían la educación de los pobladores, el cuidado de enfermos y otras actividades más propias de la vida monástica. Las reinas y otras mujeres nobles hacían lo propio en su laicidad. El reinado de Carlomagno prohibió a las mujeres enseñar a los niños varones en sus monasterios, por ello a menudo las mujeres llegaban a ser más cultas e instruidas que sus maridos, lo que sirvió para afianzar “la tradición antecarolingia de confiar a las reinas el ministerio de finanzas y la administración de los dominios de la realeza”[2]. En esta época, las mujeres gozaron del derecho de heredar y, entre 701 y 1200, los padres incluso elegían llamar a sus hijos por el apellido materno o paterno. Las damas promovían el cristianismo por representar éste un mejoramiento de las condiciones de la mujer respecto a las tradiciones de los pueblos antes bárbaros, los que frecuentemente practicaban la poligamia y el divorcio-repudio de la mujer.

Tras el desmoronamiento del Imperio Carolingio, surgió una sociedad feudal en que los derechos y privilegios se descentralizaron y las mujeres tomaron una situación política equiparable a la de los hombres. “Así en Roma, gracias a los derechos de propiedad y al poder político de la familia Teofilacto, Teodora y su hija Marozia controlaron el papado”[3]. Baste nombrar a Matilde, abadesa de Quedlinburgo; o a Matilde de Toscana (1046-1115), como dignos ejemplos de ello. La opinión de los monjes estaba dividida, algunos veían con buenos ojos la posición de las mujeres, pero otros comenzaban a rechazarlas.

Explica la autora que Bizancio se distinguió por la calidad de sus reinas y sabias: la emperatriz Pulqueria (399-453), por ejemplo, reinó en lugar de su hermano y, a la muerte de éste, continuó ejerciendo el poder, para casarse luego con un general romano en aras de mantener la unidad del imperio. Eudoxia, mujer de Teodosio, reorganizó la universidad de Bizancio (se dice que fue ella quien puso en marcha el código que lleva el nombre de su marido). Ana Commena, historiadora, fundó una nueva escuela de medicina en la que enseñó. “Las mujeres ejercían las profesiones liberales y participaban activamente en la vida de los gremios”[4]. Entre los siglos VIII y IX muchas mujeres conocieron la gloria en el Islam, como Fátima, Sukaina o Sitt Al Mulk. Así, antes del siglo XII, la tradicional exclusión de las mujeres aun no ha nacido (ni en Europa ni en los países islámicos), si bien se vislumbra ya la acción antifeminista de ciertos hombres (particularmente califas del mundo musulmán. Las mujeres gozaban entonces de libertades y derechos que luego le serían arrebatados.


El Período del Siglo XII al Renacimiento (siglos XII al XIV)

“A finales del siglo XI, la revolución gregoriana introdujo reformas en el seno de la Iglesia. Imponiendo el celibato a los sacerdotes, y quitando a los laicos el cargo de los oficios religiosos, la Iglesia eliminó a las mujeres de las elevadas funciones que en ella desempeñaban”[5]. Cuando primero el poder episcopal y después la jerarquía católica romana buscaron reemplazar al fermento cultural que se desarrollaba en los conventos, éste se desplazó hacia las universidades y escuelas, creadas por la misma Iglesia. Sin embargo, las mujeres vieron prohibido su acceso a estas instituciones, debiendo quedar recluidas en los conventos, todo ello para buscar alejarlas del ejercicio de las profesiones liberales: para el siglo XIV ya se les había prohibido ejercer los oficios de barbero o cirujano, los cuales les eran casi propios. A partir del siglo XII asistimos a la conformación de las ciudades, el comercio y la centralización de los nacientes Estados, proceso acompañado por la proliferación de los burócratas (tesoreros, magistrados, cancilleres), quienes se adueñan del poder y relegan a la mujer cada vez más. La rivalidad entre Iglesia y Estado desaparece cuando se trata de desplazar el poder femenino: en este aspecto parecen estar de acuerdo. Así, la centralización monárquica derogó los feudos de las mujeres, proceso que se cumplió no sin protesta: como ejemplo tenemos a Leonor de Aquitania (1122-1204) y a Jadwiga (1371-1399): las mujeres comienzan a organizarse y administrarse a sí mismas (el beguinaje es un ejemplo), desafiando el esquema impuesto y tratando de especializarse en los pequeños espacios que se les concedía. Pero, recordemos, la instrucción había quedado relegada a los varones, y las mujeres tenían cada vez menos cualificaciones y mayor competencia, de lo que se deduce su pobre salario. El régimen tuvo serias consecuencias: al tener que trabajar más duramente, las mujeres no podían atender bien a sus hijos y la mortalidad infantil se elevó estrepitosamente. Por si fuera poco, este régimen contaba con un magnífico instrumento de castigo: la Inquisición prefería a las mujeres solteras o viudas, y sobretodo a las económicamente independientes, para acusarlas de brujas o herejes y quemarlas vivas en la hoguera.


El Renacimiento (siglos XV y XVI)

En este período el arsenal represivo se perfecciona; se acude a los códigos para privar a las mujeres de sus antiguos papeles con el favor de la monarquía. La mujer es convertida en una incapaz al servicio del marido, y desde las escuelas se enseña a las niñas a renunciar a una vida independiente para dedicarse al cuidado de las crías y la atención familiar. Casi parece que el Renacimiento trae, con el rescate de lo greco-romano, los mismos complejos antifeministas que parecían haberse superado con la caída de Roma. La ética burguesa de la mujer hogareña se completa con proclamas que incluso prohíben la reunión entre mujeres para hablar, y tal recrudecimiento general no hace sino depauperar a las mujeres, haciendo que su salario no alcance ni a la mitad del de un hombre. Ni la Reforma ni la Revolución Francesa concederán a la mujer mayores privilegios, a pesar de la figura de Catalina von Bora (esposa de Lutero, 1499-1552) o de las poissonières de Paris. Sus productos y sus creaciones intelectuales fueron secuestradas como su cuerpo: la propiedad y autoría de sus pinturas, descubrimientos, esculturas… todo pasaba a manos del marido. Sólo las reinas y poderosas, sobretodo en las regiones más influidas por el Islam, como Italia o España, pudieron resistir el avasallamiento de la mujer: ejemplos de ello son Lucrecia Borgia, Isabel de Este, Sofonisba de Crebona, Poperzia di Rossi, Isabel la Católica (1451-1504), Margarita de Navarra (1492-1549), Isabel Tudor (1533-1603) y, por supuesto, Juana de Arco (1412-1431).



[1] Andrée Michel, El Feminismo, México D.F., Fondo de Cultura Económica, 1988, p. 33. Las autoras que refiere AM son: Joan McNamara y Suzanne Wemple (n.d.). La obra de McNamara y Wemple, de la cual Michel extrae el dato, se titula Sanctity and Power: the dual pursuit of medieval women, publicada en Women in European History, de Renate Bridenthal y Claudia Koonz, p. 96 (1977) n/d

[2] Ibidem, p. 34-35

[3] Ibidem, p. 37

[4] Ibidem, p. 38.

[5] Ibid, p. 40

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