martes, 15 de enero de 2008

Teoría Histórica (II)

[Segunda Sesión: El Maricón]


En su libro Una Historia Sociocultural de la Homosexualidad, Xabier Lizarraga hace una revisión breve de la historia occidental, buscando redescubrir las diferentes concepciones en torno a la sexualidad, y describiendo las costumbres y los hechos que dan sustento y explicación a la óptica bajo la cual conocemos a la homosexualidad hoy en día.

El texto comienza en la Grecia Antigua. El autor describe la pobre condición de la mujer en ese entonces y la compara con el pleno disfrute de la sexualidad y de la vida política de que gozaba el hombre adulto y libre. Asimismo, se explaya en los análisis que de las antiguas sociedades griegas se han hecho, llevándonos a la interrogante de si la homosexualidad estaba generalizada en el pueblo, o si era sólo costumbre de maestros y educandos. Toca el tema de la educación militar espartana, que incluía (según los autores citados) la práctica de la pederastia, siendo también bastante común la relación amorosa entre soldados (hetairoi).

Luego pasamos a la época de la Roma Imperial, en que la homosexualidad es vista cada vez con mayor recelo, denominándosele “el vicio griego”; es también una época en que la mujer adquiere mayor presencia en la vida pública. En Roma, la pansexualidad de los emperadores o patricios, sumidos en el derroche de los bacanales, contrastaba con la plena sujeción de esclavos y esclavas. Mientras en Grecia la relación homoerótica era vista como símbolo de virtud y sabiduría, en Roma pasó a ser un instrumento de humillación de los poderosos. Por ello, la homosexualidad “activa” era mucho menos estigmatizada que la “pasiva”, lo que sugiere que el falocentrismo y la idea de la masculinidad como dominación corrían a sus anchas. Sin embargo, Lizarraga parece olvidar la homosexualidad pasiva de numerosos emperadores: Julio César, Nerón, Heliogábalo, etc. De allí vendría entonces, para nosotros los occidentales, la relación automáticamente establecida entre homosexualidad y corrupción. Sólo los nobles que admiraban el ideal griego (por ejemplo, el emperador Adriano) se apartaron de esta concepción de la homosexualidad.

Los judíos comenzaron a rechazar esta homosexualidad, que asociaban con la corrupción romana. Pero, ¿quiénes eran los judíos? Al principio, una tribu más de las tierras semidesérticas del Medio Oriente, que compartía rasgos comunes con las otras que la rodeaban: “prostitución sagrada de hombres y mujeres […], la introducción de los jóvenes a las exaltaciones religioso-sexuales del orgasmo dentro del templo, contactos ceremoniales buco-genitales entre los sacerdotes y los fieles”[1]. El pueblo hebreo, sin embargo, vivió a manos de sus vecinos varios períodos de esclavitud. Después de superar el período de esclavitud que sufrieron a manos de los babilonios, los hebreos intentan fortalecerse en la agricultura y la ganadería, y tales esfuerzos requieren un aumento demográfico marcado y constante. Es tal imperativo el que ahora motiva las normas sociales y las costumbres: la mujer es definitivamente sometida y la homosexualidad reprimida. Siguiendo con la historia de los judíos, el autor señala cómo, ya en tiempos de los romanos, el Nuevo Testamento se hace eco de la represión a la homosexualidad, aunque Jesucristo haya perdonado a la adúltera (María Magdalena) a quien según el Antiguo Testamento debía dársele muerte.

Se supone que los pueblos al norte del Imperio Romano, los considerados bárbaros, también rechazaban y penalizaban la homosexualidad, aunque los autores no se ponen de acuerdo al respecto. Es lógico suponer que, ante la diversidad de pueblos y la amplitud del contexto histórico, las costumbres a tal respecto tuviesen marcadas variaciones.

Con el fin del Imperio Romano y la expansión cristiana, la Iglesia Católica pasó en la Edad Media a constituirse en represora de la sexualidad en general. Y si las relaciones heterosexuales eran toleradas, evidentemente las homosexuales eran reprimidas, en tanto colidían con la aun imperante preocupación demográfica del judeo-cristianismo: la sodomía y el lesbianismo comenzaron a considerarse los pecados por antonomasia. A pesar de esto, la homosexualidad en la Edad Media no decreció: incluso Ricardo Corazón de León o Eduardo II de Inglaterra fueron homosexuales.

La preocupación de la Europa cristiana crecía conforme el Islam ganaba terreno. La cultura árabe venía nutrida de las tradiciones griega, persa y romana, que el cristianismo rechazaba tajantemente, pero que para los árabes constituyeron una fuente de riqueza intelectual sin precedentes. Esta riqueza no les permitió hacer otra cosa que relegar a las mujeres al ostracismo social. Aunque la religión islámica no se distanciaba mucho del fundamentalismo cristiano de entonces respecto al sexo, el Corán no se refiere directamente a la homosexualidad: en tiempos de Mahoma existían en Medina un grupo de varones afeminados llamados «Mukhannathun»; a quienes el Profeta prohibió trabajar en las cámaras de las mujeres musulmanas. Mahoma llegó a deportar a algunos fuera de Medina, mas ello fue por acciones inmorales y contrarias a la religión, no por orientación sexual. “Esta actitud [tolerante] hacia los «Mukhannathun» y otros varones afeminados continuó […] durante aproximadamente seiscientos años después de la muerte del profeta Mahoma”[2]. Así, tenemos que en el Islam medieval era común que, a la manera griega, los señores árabes tuvieran la compañía sentimental de jóvenes, tal como lo testimonian la mayoría de los poemas de la época, incluyendo Las Mil y Una Noches. Tanto es así, que ya los árabes antiguos contemplaban la diferencia entre hombres inclinados hacia otros hombres, hacia las mujeres o hacia ambos, cuando en Occidente aún no nos habíamos hecho tales distinciones.



[1] Xabier Lizarraga Cruchaga, Una Historia Sociocultural de la Homosexualidad, México D.F., Editorial Paidós, 2003, p. 47. El autor que refiere XLC es C. A. Tripp (n.d.). La obra de Tripp, de la cual Lizarraga extrae el dato, se titula La Cuestión Homosexual (1978) n/d


Teoría Histórica (I)

[Primera Sesión: La Mujer]

En su obra El Feminismo, Andrée Michel realiza un recorrido historiográfico por la condición social de la mujer en Europa. Nos centraremos en esta ocasión en resumir la parte de su obra que abarca el período del Medioevo hasta el fin del Renacimiento.


El Feudalismo

La autora explica cómo, tras la caída del Imperio Romano, un proceso descentralizador se abrió paso, y las normas que desde Roma encerraban a las mujeres a ciertos espectros se fueron debilitando. Es por ello que “en los siglos VI y VII, aun cuando los Padres de la Iglesia hayan privado a las mujeres del derecho al episcopado, y hayan resumido en sus escritos todo el antifeminismo de los siglos precedentes, las mujeres contribuyeron en la misma medida que los hombres a la fundación de monasterios en las regiones no roturadas”[1]. Así tenemos que monjas y abadesas compartían y a veces incluso superaban el poder de sus pares masculinos: sus responsabilidades incluían la educación de los pobladores, el cuidado de enfermos y otras actividades más propias de la vida monástica. Las reinas y otras mujeres nobles hacían lo propio en su laicidad. El reinado de Carlomagno prohibió a las mujeres enseñar a los niños varones en sus monasterios, por ello a menudo las mujeres llegaban a ser más cultas e instruidas que sus maridos, lo que sirvió para afianzar “la tradición antecarolingia de confiar a las reinas el ministerio de finanzas y la administración de los dominios de la realeza”[2]. En esta época, las mujeres gozaron del derecho de heredar y, entre 701 y 1200, los padres incluso elegían llamar a sus hijos por el apellido materno o paterno. Las damas promovían el cristianismo por representar éste un mejoramiento de las condiciones de la mujer respecto a las tradiciones de los pueblos antes bárbaros, los que frecuentemente practicaban la poligamia y el divorcio-repudio de la mujer.

Tras el desmoronamiento del Imperio Carolingio, surgió una sociedad feudal en que los derechos y privilegios se descentralizaron y las mujeres tomaron una situación política equiparable a la de los hombres. “Así en Roma, gracias a los derechos de propiedad y al poder político de la familia Teofilacto, Teodora y su hija Marozia controlaron el papado”[3]. Baste nombrar a Matilde, abadesa de Quedlinburgo; o a Matilde de Toscana (1046-1115), como dignos ejemplos de ello. La opinión de los monjes estaba dividida, algunos veían con buenos ojos la posición de las mujeres, pero otros comenzaban a rechazarlas.

Explica la autora que Bizancio se distinguió por la calidad de sus reinas y sabias: la emperatriz Pulqueria (399-453), por ejemplo, reinó en lugar de su hermano y, a la muerte de éste, continuó ejerciendo el poder, para casarse luego con un general romano en aras de mantener la unidad del imperio. Eudoxia, mujer de Teodosio, reorganizó la universidad de Bizancio (se dice que fue ella quien puso en marcha el código que lleva el nombre de su marido). Ana Commena, historiadora, fundó una nueva escuela de medicina en la que enseñó. “Las mujeres ejercían las profesiones liberales y participaban activamente en la vida de los gremios”[4]. Entre los siglos VIII y IX muchas mujeres conocieron la gloria en el Islam, como Fátima, Sukaina o Sitt Al Mulk. Así, antes del siglo XII, la tradicional exclusión de las mujeres aun no ha nacido (ni en Europa ni en los países islámicos), si bien se vislumbra ya la acción antifeminista de ciertos hombres (particularmente califas del mundo musulmán. Las mujeres gozaban entonces de libertades y derechos que luego le serían arrebatados.


El Período del Siglo XII al Renacimiento (siglos XII al XIV)

“A finales del siglo XI, la revolución gregoriana introdujo reformas en el seno de la Iglesia. Imponiendo el celibato a los sacerdotes, y quitando a los laicos el cargo de los oficios religiosos, la Iglesia eliminó a las mujeres de las elevadas funciones que en ella desempeñaban”[5]. Cuando primero el poder episcopal y después la jerarquía católica romana buscaron reemplazar al fermento cultural que se desarrollaba en los conventos, éste se desplazó hacia las universidades y escuelas, creadas por la misma Iglesia. Sin embargo, las mujeres vieron prohibido su acceso a estas instituciones, debiendo quedar recluidas en los conventos, todo ello para buscar alejarlas del ejercicio de las profesiones liberales: para el siglo XIV ya se les había prohibido ejercer los oficios de barbero o cirujano, los cuales les eran casi propios. A partir del siglo XII asistimos a la conformación de las ciudades, el comercio y la centralización de los nacientes Estados, proceso acompañado por la proliferación de los burócratas (tesoreros, magistrados, cancilleres), quienes se adueñan del poder y relegan a la mujer cada vez más. La rivalidad entre Iglesia y Estado desaparece cuando se trata de desplazar el poder femenino: en este aspecto parecen estar de acuerdo. Así, la centralización monárquica derogó los feudos de las mujeres, proceso que se cumplió no sin protesta: como ejemplo tenemos a Leonor de Aquitania (1122-1204) y a Jadwiga (1371-1399): las mujeres comienzan a organizarse y administrarse a sí mismas (el beguinaje es un ejemplo), desafiando el esquema impuesto y tratando de especializarse en los pequeños espacios que se les concedía. Pero, recordemos, la instrucción había quedado relegada a los varones, y las mujeres tenían cada vez menos cualificaciones y mayor competencia, de lo que se deduce su pobre salario. El régimen tuvo serias consecuencias: al tener que trabajar más duramente, las mujeres no podían atender bien a sus hijos y la mortalidad infantil se elevó estrepitosamente. Por si fuera poco, este régimen contaba con un magnífico instrumento de castigo: la Inquisición prefería a las mujeres solteras o viudas, y sobretodo a las económicamente independientes, para acusarlas de brujas o herejes y quemarlas vivas en la hoguera.


El Renacimiento (siglos XV y XVI)

En este período el arsenal represivo se perfecciona; se acude a los códigos para privar a las mujeres de sus antiguos papeles con el favor de la monarquía. La mujer es convertida en una incapaz al servicio del marido, y desde las escuelas se enseña a las niñas a renunciar a una vida independiente para dedicarse al cuidado de las crías y la atención familiar. Casi parece que el Renacimiento trae, con el rescate de lo greco-romano, los mismos complejos antifeministas que parecían haberse superado con la caída de Roma. La ética burguesa de la mujer hogareña se completa con proclamas que incluso prohíben la reunión entre mujeres para hablar, y tal recrudecimiento general no hace sino depauperar a las mujeres, haciendo que su salario no alcance ni a la mitad del de un hombre. Ni la Reforma ni la Revolución Francesa concederán a la mujer mayores privilegios, a pesar de la figura de Catalina von Bora (esposa de Lutero, 1499-1552) o de las poissonières de Paris. Sus productos y sus creaciones intelectuales fueron secuestradas como su cuerpo: la propiedad y autoría de sus pinturas, descubrimientos, esculturas… todo pasaba a manos del marido. Sólo las reinas y poderosas, sobretodo en las regiones más influidas por el Islam, como Italia o España, pudieron resistir el avasallamiento de la mujer: ejemplos de ello son Lucrecia Borgia, Isabel de Este, Sofonisba de Crebona, Poperzia di Rossi, Isabel la Católica (1451-1504), Margarita de Navarra (1492-1549), Isabel Tudor (1533-1603) y, por supuesto, Juana de Arco (1412-1431).



[1] Andrée Michel, El Feminismo, México D.F., Fondo de Cultura Económica, 1988, p. 33. Las autoras que refiere AM son: Joan McNamara y Suzanne Wemple (n.d.). La obra de McNamara y Wemple, de la cual Michel extrae el dato, se titula Sanctity and Power: the dual pursuit of medieval women, publicada en Women in European History, de Renate Bridenthal y Claudia Koonz, p. 96 (1977) n/d

[2] Ibidem, p. 34-35

[3] Ibidem, p. 37

[4] Ibidem, p. 38.

[5] Ibid, p. 40

Teoría Desconstructiva

[Primera Sesión: El Tipo Sexual]

Una primera parte del libro de Ricardo Llamas (Teoría Torcida, Prejuicios y discursos en torno a «la homosexualidad») intitulada Puntos de Partida, recoge los temas de la inflación discursiva del secreto, el régimen de la sexualidad, la dicotomía entre construcción social o esencia, y las realidades gays y lésbicas. El autor, nacido en Las Palmas de Gran Canaria en 1966, cuestiona pronto los términos sexo y homosexualidad, entre otros, haciendo notar su suspicacia acerca del origen y uso de éstos.


I. LA INFLACIÓN DISCURSIVA DEL SECRETO

En este apartado, Llamas se refiere a las prácticas e ideas clasificatorias e identificativas que se vislumbran ya durante el siglo XVIII y que alcanzan su madurez a finales del XIX. Evidentemente, siempre existió «la homosexualidad» si la entendemos como atracción entre personas del mismo sexo. Ocurre, sin embargo, que el concepto y la categoría de homosexual, entendido desde su propio origen decimonónico, tiene una significación mayor a la anteriormente señalada: una enfermedad (hasta hace apenas unos 30 años), una perversión, algo anti-natural y monstruoso, un pecado condenado por la divinidad pero, sobretodo, un tipo sexual, una categoría que arropa al individuo que la posee, calificando todo su ser.

Recibir la confesión y emitir juicio a tal «secreto» era hasta entonces monopolio de los eclesiásticos, quienes no veían al secreto sino que como un pecado más, la «sodomía», falta propia de cualquier hereje y no de un tipo particular. El afán cientificista creó el término «homosexual» y le adjudicó significados añadidos. La ciencia moderna, como expresión del contexto socio-cultural de Occidente, recurre a la “implantación perversa”: le adjudica así a «lo homosexual» unas características y roles específicos, relegándolo a un espacio y tipo determinado: lo homosexual se convertía en lo afeminado, lo andrógino y lo perverso; y con ello se convertía en algo más fácilmente tipificable.


II. EL RÉGIMEN DE LA SEXUALIDAD

Tal categoría viene a llenar un espacio en la sociedad, el del monstruo homosexual, que cumple el rol de antítesis de la moral, de lo correcto pero, sobretodo, de lo útil y de lo productivo. Foucault se pregunta: “¿Toda esa atención charlatana con la que hacemos ruido en torno a la sexualidad desde hace dos o tres siglos, no está dirigida a una preocupación elemental: asegurar la población, reproducir la fuerza de trabajo, mantener la forma de las relaciones sociales, en síntesis: montar una sexualidad económicamente útil y políticamente conservadora?” El proceso de creación de la sexualidad, campo ejecutado por la psiquiatría, resume a la persona en su sexo (que son sólo dos), y tal concepto abarca el aspecto biológico, social, erótico y espiritual en uno solo. De manera que cualquier otra posibilidad viene siendo una anormalidad. El «homosexual» debe entonces aceptar una doble segregación, la que le condiciona con el sustantivo «hombre» y la otra que le constriñe con el adjetivo que le corresponde.


III. CONSTRUCCIÓN SOCIAL O ESENCIA: LOS LÍMITES DE UNA DICOTOMÍA

“La relación entre la historicidad (el relativismo de dicho régimen) y la inherencia (el determinismo que éste establece como evidente) resulta epistemológicamente contradictoria e intelectualmente conflictiva” (pág. 21). En este apartado, Llamas se refiere a la polémica entre los construccionistas y los esencialistas. Para los primeros, la «homosexualidad», lo que se entiende como homosexual (sus caracteres definitorios), es una construcción social, propia de un contexto histórico, geográfico y cultural. La doctrina esencialista, en cambio, considera que las identidades sexuales son constantes y universales, y que se manifiestan históricamente en la propia conciencia de pertenencia a una minoría sexual particular.


IV. LAS REALIDADES GAYS Y LÉSBICAS Y EL ACCESO A ÉSTAS (Y A OTRAS) SUBJETIVIDADES

Frente a la problemática de la concepción de «homosexualidad» imperante en Occidente, ¿cómo deberíamos acercarnos a las realidades gays y lésbicas? Nace la interrogante de si es aceptable defender los derechos de las minorías sexuales desde el propio marco establecido por el régimen de la sexualidad (haciendo apología de aquellas características que tal régimen le asigna al «homosexual», por ejemplo), o si más bien se debe buscar romper tales estereotipos. La identificación que del homosexual llevan a cabo los “epistemólogos de la homosexualidad” torna aún más difícil el acceso a las subjetividades gays y lésbicas: para quienes no se enmarcan dentro de las líneas establecidas por los epistemólogos, su no-adecuación a la norma puede hacerles aparecer como fuera de la comunidad a la que querrían defender, y los que sí se enmarcan en dichas líneas no desean confirmar los estereotipos planteados, pues ello significaría confirmar, dar vigor y legitimar a la norma.

Teoría de la Cacería

[Primera Sesión: El Arma de la Hechicería]


Durante los siglos XIV y XVII, Europa fue sacudida por la Contrareforma, que tuvo a la Santa Inquisición como instrumento de tortura. La cacería de brujas y herejes hunde sus raíces en las tradiciones paganas pre-cristianas, las cuales denunciaban a hadas y otros seres con poderes sobre la naturaleza. La Iglesia Católica logró sistematizar estas supersticiones, particularmente mediante un código conocido como Malleus Maleficarum, “el martillo de las brujas”, obra publicada por los teólogos en 1484 y referencia obligada de la demonología. Según los eruditos, la mujer tenía una innata predisposición a asociarse con Satán, creencia legitimada en la tradición judeocristiana: “No debes conservar viva a una hechicera” (Éxodo 11:18), “Las mujeres guarden silencio en las congregaciones, porque no se permite que hablen, sino que estén en sujeción, tal como dice la Ley” (1Corintios 14:34-35), “Que la mujer aprenda en silencio, con plena sumisión. No permito que la mujer enseñe, ni que ejerza autoridad sobre el hombre, sino que esté en silencio. Porque Adán fue formado primero” (1Timoteo 2:11-13).

El estereotipo del ser humano asociado con el diablo era una mujer vieja, miserable, fea, soltera o viuda, rechazada en su aldea. En la Edad Media la Iglesia desarrolló el arsenal misógino que traía en sus genes: como resultado, el 85% de los ejecutados por hechicería eran del sexo femenino. La palabra latina fémina, de hecho, ya significaba “la que tiene menos fe” (fides = fe, minus = menos). Siendo que la mujer, por naturaleza, era proclive al satanismo, aquellas que pretendían no ser catalogadas de brujas en potencia debían conservar un comportamiento recto y disciplinado, de plena sumisión. Pero “si la mujer fue el miembro más subordinado de la sociedad feudal, ella fue también potencialmente el más volátil”.[1] Aunque la mayoría de las reas desmentían las acusaciones, algunas en su desesperación ante el sistema imperante creían ser realmente brujas, y así lo declaraban libremente. El saber esotérico del dios de este mundo incluía conocimientos acerca del aborto y el control de la natalidad, todo lo cual le daba a la mujer una manera de encarar la opresión que representaba el Dios de la Iglesia, institución que la denigraba y le impedía la participación activa en sus ritos. Con la conquista española de América, el estereotipo de la bruja llegó al nuevo mundo.

Irene Silverblatt se enfoca en estudiar este estereotipo en el Perú colonial. Casi todos los teólogos coincidían en que el diablo prosperaba en los Andes, lo que justificaba la colonización y la erradicación de la religión y las prácticas de los indígenas (consumo de drogas, rituales sexuales, sodomía, etc). Para los españoles, Cristo aun no había llegado a los Andes pero Lucifer sí, por ello los indígenas no podían ser considerados herejes propiamente, pero era menester liberarlos de las garras del demonio. “Desde el inicio de la conquista, los teólogos españoles así como los soldados y los mercenarios de menor erudición vieron al ejército del diablo operando en los Andes. Esta percepción, una consecuencia directa de la cosmovisión europea desarrollada en la Edad Media, llevó a los colonizadores a algunas conclusiones interesantes acerca de la religión nativa. Curiosamente, al igual que en Europa, esta construcción intelectual comenzó a tomar vida propia, adhiriéndose a, y penetrando en, la radicalmente distinta visión precolombina del universo”.[2] Así, los españoles comenzaron a evaluar la religión indígena desde su óptica occidental, calificándola como hechicería y culto al diablo. Se supuso, asimismo, que quienes practicaban las peores magias negras eran mujeres viejas y pobres.

Aunque seguramente debió existir una gran brecha entre la imagen que los españoles tenían de las religiones nativas y la imagen que tenían de ellas los mismos indígenas, lo cierto es que los colonizadores veían al diablo y sus brujas debajo de cada piedra, y hallaron en la “brujería” andina los mismos motivos, actos y efectos que tenía la del viejo mundo. Lo cierto es que en la cosmovisión andina no existía esa entidad detentadora del mal, mucho menos la mujer era vista como un ser moralmente débil: más bien se asumía la existencia de una dialéctica de fuerzas complementarias, necesarias ambas en el desenvolvimiento de la sociedad como un todo. Aunque algunas divinidades incas, como las huacas, tenían poderes que infundían temor, sus poderes destructivos no pueden asimilarse a los que tiene el diablo en el cristianismo. La enfermedad en los Andes no era obra de fuerzas maléficas, sino del desequilibrio entre las distintas energías sociales, naturales y sobrenaturales, o causa de la falta de adoración a algún dios. En todo caso, en el Tawantinsuyu sí existían curanderos, yerberos y adivinos que usaban coca o tabaco para sus predicciones, pero los españoles sólo lo vieron como fruto de los pactos que estos “brujos” tenían con el diablo. Para Silverblatt, “la hechicería y la brujería que los cronistas sostenían haber visto en los Andes –en las que las alianzas con fuerzas maléficas eran consideradas la explicación más probable de la enfermedad, la desventura y la muerte– fueron muy probablemente una invención hispana”.[3] En todo caso, si antes los incas no sabían de brujas, ya para el siglo XVII comenzaron a aparecer en el Perú brujas autoproclamadas que confesaban sus tratos con el demonio, claro resultado del proceso de colonización impuesto. Entonces comenzó la campaña inquisidora en Perú: estas indígenas habían sido bautizadas y ahora rechazaban la fe cristiana para abrazar la brujería, por lo que se les podía considerar (ahora sí) como herejes. Pero en el Perú, esta “herejía” no era más que el retorno a los ritos incaicos del curanderismo y la adoración de las huacas. La inquisición tenía su motivación política: convirtiendo exitosamente a los indios, se podía mantener el control social y hacerles pagar impuestos; por ello la adoración de los dioses nativos era vista como un desafío no sólo a la Iglesia sino a toda la sociedad colonial. El proceso de aculturación que impregnó a los amerindios llevó a deformar sus términos: supay era un concepto moralmente neutro que podía referirse a un espíritu dañino o benéfico, pero devino en el nombre que los peruanos le dan al diablo. Hapiñuñu significa “tetas que cogen” y se refería a una especie de duende provisto de tetas con las que tomaba a las personas. Los españoles transformaron a los hapiñuñu en fantasmas diabólicos derrotados por Santo Tomás.

Como contraparte, las mujeres indígenas convirtieron al diablo que se les quería imponer en un ángel cristiano, de facciones europeas. Lo cierto es que las “brujas” nativas, en pacto con los “diablos” ambiguos, mitad Satanás mitad huacas, lograron desafiar a la sociedad colonial con sus supuestos poderes sobrenaturales, que utilizaban en defensa de sus comunidades y en contra de las autoridades hispanas. Se produjeron multitud de juicios contra supuestas brujas indígenas que se habrían vengado de curas y otras autoridades por haber maltratado a los nativos. Los indígenas frecuentemente culpaban de sus desdichas al hecho de haber abandonado a sus dioses, por ello eran proclives a retornar a sus ritos y, seguidamente, a ser acusados de brujería. Esto trae a colación una diferencia fundamental entre la bruja europea y la peruana: mientras la primera era una paria rechazada por su aldea, la “bruja” peruana era respetada, protegida y a la vez temida en su comunidad, invitándosele a reuniones y solicitándosele como curandera. Las mujeres fueron definitivamente las defensoras de la religión y las costumbres indígenas ante la ilegítima presencia española, estableciéndose en las punas para poder vivir en rechazo al dogma católico y no ser reducidas a la servidumbre. Sin duda, su arma fundamental fue la hechicería, poder tan temido por los españoles que muchas veces preferían no acercárseles. En el fondo, estas mujeres nativas, desesperanzadas al ver a su pueblo servir a viles invasores, se hicieron hechiceras no sólo para ser temidas, sino para burlarse de los españoles y de su absurda caza de demonios.


[1] Irene Silverblatt, El Arma de la Hechicería, en Verena Stolcke (compiladora), Mujeres Invadidas: la Sangre en la Conquista de América, Madrid, Horas y Horas, 1993; pp. 121-170; p. 199

[2] Ibidem, p. 131

[3] Ibidem, p. 135

Teoría Pedagógica

[Primera Sesión: Samoa]


La primera obra de Margaret Mead, publicada en 1928, estudia in situ las costumbres de los samoanos, en especial aquellas relativas a la crianza y educación de los niños y el paso de éstos a la edad adulta. Su objetivo es establecer una comparación entre la adolescencia en Norteamérica (caracterizada por un período de angustia y zozobra) y la adolescencia tal como se experimentaba en estas remotas islas del Pacífico. Mead pretende establecer por qué los jóvenes samoanos no conocen esa adolescencia turbulenta de que tanto solemos hablar en Occidente.

Para ello, la autora elabora una descripción de la vida familiar y social de los samoanos, explorando en las diferencias que existen con respecto a la misma en Norteamérica. Se da cuenta de ciertos puntos que pasamos a enumerar.

1) En Samoa no existe un sentimiento especial e íntimo entre padres e hijos, pues el hogar consta de varios hombres y mujeres. Estos familiares diversos, como tíos, primos o abuelos, actúan como un ejército de padres y participan de igual manera en la crianza de los niños, ganándose la confianza de éstos y ejerciendo autoridad sobre ellos. Los niños samoanos están protegidos contra nuestros complejos de Edipo o Electra, y emocionalmente no dependen tanto de sus padres biológicos. Los jóvenes pueden elegir entre varias residencias; por ejemplo, la de su padre enérgico, la de su padre caritativo o la de su padre sabio. Al mismo tiempo, las actitudes de los jóvenes hacia lo sexual o lo religioso no se ven afectadas por estos «padres», pues cada uno de ellos, separadamente, ocupa muy poco espacio en sus vidas como para ejercer una influencia crucial.

2) Las relaciones sentimentales y sexuales son tempranas, y conllevan una carga emotiva menor que en Occidente, pues los samoanos “tienen un bajo nivel de apreciación de las diferencias de personalidad y una pobre concepción de las relaciones personales. A tal actitud contribuye indudablemente la aceptación de la promiscuidad”[1]. Al desconocerse parcialmente el alto valor que en Occidente le otorgamos a la castidad y al matrimonio, las relaciones fortuitas no son fuente de tanta angustia: la base de las relaciones personales en Samoa es sencillamente la respuesta automática e indiferenciada a la atracción sexual, el sexo es “mas bien un fin que un medio, algo que es valorado por sí mismo y rechazado en tanto tiende a atar un individuo a otro”[2].

3) Desde pequeños, los niños samoanos conocen una regla básica: los amigos serán parientes del mismo sexo, los amantes no deberán ser parientes. El hecho de que los amantes no sean parientes, y que con frecuencia éstos sean forasteros, acentúa la independencia de cada uno de los miembros de la pareja y reduciría la posibilidad de una alta carga afectiva entre ambos.

4) En Samoa las diferencias sexuales se remarcan socialmente desde la infancia: los niños pertenecen a una especie de casta diferente de las niñas, existiendo una especie de hostilidad entre ambos grupos. Los niños y niñas que son parientes son estrictamente separados. ¿Horror? Puede ser, pero Mead aclara: “podríamos rechazar la parte del esquema samoano que no acarrea ninguna ventaja, como […] la separación de los sexos antes de la pubertad, [pero podemos] aprender algo de una cultura en la que el hogar no domina ni deforma la vida del niño”[3].

5) Otro aspecto que como occidentales rechazaríamos es la regimentación de la amistad por parentesco, esto es que para los samoanos existe una especie de orden en que debemos hacer amistades (con el pariente, con la esposa del pariente, con el jefe hablante, etc). Por lo tanto, la amistad no se basa tanto en consideraciones de mera simpatía o afinidad espiritual, sino en asociaciones regimentadas.

6) La actitud de los samoanos hacia el sexo es clara y abierta. Ningún factor relativo a lo sexual es considerado inadecuado para los niños, y ningún niño tiene que ocultar su conocimiento de lo sexual para evitar algo como el castigo corporal o la meditación acerca del trágico hecho. “El secreto, la ignorancia, el conocimiento culpable, las especulaciones erróneas que derivan en concepciones grotescas, que pueden tener resultados de largo alcance, el conocimiento de los meros hechos físicos del sexo sin un paralelo de la excitación correlativa, el nacimiento sin los dolores del parto, de la muerte sin el fenómeno de la corrupción ―fallas principales en nuestra fatal filosofía de no proporcionar a los niños un conocimiento de la terrible verdad―, todo ello está ausente en Samoa. Además, el niño samoano que participa íntimamente en la vida de una multitud de parientes, posee muchas y variadas experiencias sobre las que puede basar sus actitudes emocionales”[4].

7) Asimismo, no se oculta a los niños lo relativo al nacimiento (la concepción por relación sexual, el dolor del parto, etc) o la muerte (la repugnancia hacia los olores de la descomposición), pues ello se considera tan natural como comer o dormir. “Esta aceptación serena y realista de la presencia de los niños envuelve a éstos en una atmósfera protectora, les ahorra choques y los ata aun más estrechamente a la emoción común que tan dignamente se les concede […] ciertos padres norteamericanos, que creen en una práctica semejante a la samoana y permiten a sus niños ver cuerpos humanos adultos y obtener una experiencia más amplia del funcionamiento del organismo que la que comúnmente se permite en nuestra civilización, construyen sobre arena. Porque el niño, tan pronto como deja el círculo protector de su hogar, es sacudido por la valoración que juzga fea y antinatural tal experiencia en los niños. Probablemente, la tentativa individual de los padres habrá causado al niño más daño que beneficio, pues falta la necesaria actitud social que la sustenta”[5]

Para Mead, todo esto explica por qué los samoanos registran niveles tan exiguos de neurosis e inadaptación social. Sus aportes son fundamentales para la etnografía moderna y deben ser tomados en cuenta hoy en día, pues en un mundo que tiende cada vez más hacia la globalización, el retorno a nuestros orígenes y a nuestra naturaleza humana más básica se hace imperioso. Pero debemos aprender a conjugar el legado de los samoanos y otros pueblos «primitivos» con los hallazgos del Occidente industrializado, pues ningún pueblo tiene la verdad absoluta: como occidentales podemos rechazar la segregación por sexo en la infancia, o la amistad regimentada. Pero no cabe duda que Samoa debe seguir en las mentes de los occidentales, por tiempo indefinido.


[1] Margaret Mead, Adolescencia y Cultura en Samoa, Buenos Aires, Editorial Paidós, 1961, pp. 268, p. 230

[2] Ibidem

[3] Ibidem, p. 222

[4] Ibidem, p. 225

[5] Ibidem

Teoría Transexual (II)

[Segunda Sesión: Todos Somos Transexuales]


Tomando como ciertas las proposiciones del construccionismo, doctrina que ha tenido la mayor aceptación (sobretodo tras los planteamientos de la teoría queer), nuestros cuerpos sexuados están entregados a un destino artificial, aquella construcción social que señala las características correspondientes a cada sexo. Ahora bien, el hecho de que la diferencia de los sexos sea una construcción social nos lleva a asumir que no hacemos otra cosa que desarrollar roles en un juego, ya sea el juego de la indiferenciación o el de la diferenciación sexual: si de hecho no existe algo como lo que creíamos que era el sexo biológico, el cual supuestamente determinaba nuestra sexualidad, entonces todos estamos siendo transgresores de ese estereotipo socialmente creado.

La transexualidad de la que habla Baudrillard es, pues, la forma en que los seres humanos hemos superado lo biológico, abriéndonos paso a otras posibilidades, más allá de lo reproductivo y más cercanas a la seducción. Hoy estamos convencidos de que el sexo se fragmenta en multitud de caracteres biológicos, psicológicos, sociales, selección de objeto, apariencia, gestualidad… y si toda identidad sexual, incluso la heterosexualidad, es una elección, entonces todos quebrantamos en cierta medida el ideal sexual que defiende el falocratismo de la heterosexualidad más estereotipada.

Hoy nos hemos percatado de la existencia del dispositivo de la sexualidad, el cual “se plasma en una serie de ejes: histerización del cuerpo de la mujer, pedagogización del sexo del niño, socialización de las conductas procreadoras y psiquiatrización del placer perverso. Tal genealogía nos muestra sin paliativos el origen cultural y normativo de lo que hoy entendemos por sexo. Escapar de esta cuadrícula normativa implica entender la sexualidad como un todo elegible y transformable, y la identidad sexual como una apuesta creativa”.[1]

Hemos estado acostumbrados durante demasiado tiempo a una pretendida naturalización del género, en que los gestos, actitudes y rituales estarían asomando su esencia. Es decir, ahora nos hemos dado cuenta de que las actitudes que considerábamos masculinas o femeninas por provenir (supuestamente) de la determinación biológica que marca el sexo, no son tales. Nuestra adaptación a la norma del género es una actuación magistral que es celebrada socialmente; no es más que una copia carente de original: somos transexuales porque no somos auténticos, porque perseguimos un ideal que no existe; el del hombre y el de la mujer.

Baudrillard toma como ejemplos de esa transexualidad post-moderna a la Cicciolina, a Madonna y a Michael Jackson. Lo transexual se caracteriza por vivir de los signos exagerados del sexo, por su artificialidad: y Madonna es tan artificial que aun parece adolescente cuando casi alcanza los 50 años; la Cicciolina es como una muñeca inflable, más que una mujer es un ideal sexual, y eso es, precisamente, lo que vienen a ser hoy los transexuales. Michael Jackson es una extraña síntesis estética, definitivamente transexual, con juventud eterna, cabello lacio y tez blanca artificiales; muestra fidedigna del reino de las prótesis.

Vivimos tiempos en que las convicciones estético-sexuales han ido desapareciendo, nuestra cultura es una proliferación de signos, sin regla o juicio fundamental del placer: lo sexual es el goce. Pero nuestra primera cirugía como transexuales nos la hacen ya antes de nacer: a través de un ecosonograma se le dice a nuestros padres si seremos niño o niña, detalle que llena a nuestros ansiosos padres con un conjunto de expectativas y suposiciones sobre nuestros gustos, nuestro comportamiento y nuestra sexualidad, como si éstos viniesen determinados por nuestros genitales.

El ecosonograma hizo nuestros cuerpos, fue como la prótesis del transexual: ese aparato tan inofensivo condicionó a nuestros padres, y ellos nos criaron y construyeron en base a sus expectativas: ya nos hicieron «hombre» o «mujer». “En este sentido todos somos transexuales, pues, a mi ver, nuestros deseos, sueños, roles, no son determinados por la naturaleza. Todos nuestros cuerpos son fabricados”.[2] Sólo que el de Michael Jackson fue doblemente fabricado.

La Cicciolina y Madonna tuvieron a los quirófanos como constructores de su transexualidad. Pero nosotros también tuvimos los nuestros: de hecho, estamos sufriendo constantemente nuestras intervenciones quirúrgicas… el proceso nunca para, siempre estamos dentro del quirófano. ¿Eres chica y jugaste a la pelota alguna vez? Eso no es cosa de chicas. Entonces paras de jugar baloncesto y tomas tu muñeca de trapo: linda chica. O quizás a los 7 años entraste a una juguetería y te sorprendieron mirando una casa de muñecas realmente admirable. Vaya, eso no es cosa de chicos: y te compraron una pistola de juguete. Los discursos, las miradas, la violencia física, fueron nuestras más oportunas cirugías.

Y nuestros padres y familiares no están solos en la tarea quirúrgica: ahí están el Estado, con su Parlamento, sus jueces y su Presidente, los maestros con su corrección, los sacerdotes y sus domingos ejemplarizantes, los médicos y psiquiatras, tan exhaustivos… Los policías del género están en todas partes. Pero la realidad nos dice que su labor es siempre inconclusa y difícil: siempre tendremos nuestros Michael Jackson, nuestras Madonnas y nuestras Cicciolinas.

Teoría Transexual (I)

[Primera Sesión: el Hombre y la Mujer]


Hay días que me siento como un hombre y otros como una mujer. ¿Puedo ser ambos? ¿O me volveré esquizofrénico?
Todo el mundo es ambos y tú te has dado cuenta. Está muy bien, es un gran hallazgo sobre tu ser. Todo el mundo es ambos pero hasta ahora la sociedad ha estado condicionada de tal modo..., nos han enseñado y educado de tal modo..., que un hombre es un hombre, y una mujer es una mujer. Es un arreglo muy falso, no es fiel a la naturaleza. Si un hombre empieza a llorar y a gemir, la gente le empieza a decir: "No llores como una mujer, no te lamentes, no seas marica". Es una bobada, porque un hombre tiene tantas glándulas lacrimales como una mujer. Si la naturaleza no hubiese querido que llorase y gimiese, no las tendría. Esto es muy represivo. Si una niña se empieza a comportar como un chico, es ambiciosa, agresiva, la gente piensa que algo está mal. Le llaman marimacho; no es una niña. ¡Qué tontería! No es una división natural; es una división política, social. Se ha obligado a las mujeres a hacer el papel de mujeres veinticuatro horas al día, y al hombre el papel de hombre veinticuatro horas al día; esto es antinatural y sin duda causa mucho sufrimiento en el mundo. Hay momentos en que el hombre es suave y debería ser femenino. Hay momentos en los que el marido debería ser la esposa, y la esposa el marido, y esto debería ser muy natural. Entonces habría más ritmo y armonía. El hombre estará más relajado si no se supone que deba ser un hombre las veinticuatro horas del día. Sí, de vez en cuando, en un ataque de ira, una mujer puede ser más peligrosa que un hombre, y a veces, en los momentos tiernos, un hombre puede ser más cariñoso que ninguna mujer..., y estos momentos siempre están cambiando. Los dos estados son tuyos; no creas que te estás volviendo esquizofrénico o algo así. Esta dualidad forma parte de la naturaleza. Has hecho un gran hallazgo. No lo pierdas, y no te preocupes de volverte esquizofrénico. Es un cambio: durante unas horas eres un hombre y a otras eres una mujer. Si te fijas, podrás calcular exactamente durante cuántos minutos eres una mujer o un hombre. Es un cambio periódico. El yoga ha investigado a fondo estos secretos internos. Si observas tu respiración, esto te dará exactamente el tiempo. Cuando respiras por una aleta de la nariz, la izquierda, eres femenino. Cuando respiras por la aleta derecha eres masculino. Y cada cuarenta y ocho minutos aproximadamente, cambia. [...] Pero vuestra sociedad os ha enseñado cosas falsas: que un hombre es un hombre, y tiene que serlo veinticuatro horas al día; esta es una tarea muy difícil. Y una mujer tiene que ser mujer las veinticuatro horas del día, suave, cariñosa, compasiva: es una tarea muy difícil. A veces, ella también quiere luchar, enfadarse, tirar cosas... y está bien, si eres capaz de entender el juego interno. Las dos polaridades son un buen juego interno: el juego de la conciencia. Por eso Dios se ha dividido dentro de ti, para jugar al escondite consigo mismo. Cuando el juego ha terminado, cuando has aprendido todo lo que tenías que aprender del juego, cuando has aprendido la lección, das un paso más. El estado final no es masculino ni femenino: es neutro.