1. Paso de un equilibrio de recursos y de gastos a la acumulación de las fuerzas con vistas a su crecimiento.
El sacrificio humano atestigua al mismo tiempo un exceso de riqueza y una muy penosa manera de gastar. Desemboca en conjunto en la condena de los sistemas nuevos bastante estables, cuyo crecimiento era débil y en los que el gasto era a la medida de los recursos.
El orden militar pone fin a los malestares que respondían a una orgía de consumo. Ordenó un empleo racional de las fuerzas para el crecimiento constante del poder. El espíritu metódico de conquista es contrario al del sacrificio y desde un comienzo los reyes militares se rehúsan al sacrificio. El principio del orden militar es la desviación sistemática de la violencia hacia el exterior. Si la violencia hace estragos en el interior, se opone a ella en la medida en que puede. Y desviándola hacia afuera, la subordina a un fin real. La subordina así generalmente. Así el orden militar es contrario a las formas de combate espectaculares, que responden más a una explosión desenfrenada de furor que al cálculo razonado de la eficacia. Ya no apunta, como lo hacía en la guerra y en la fiesta un sistema social arcaico, al mayor gasto de fuerzas. El gasto de fuerzas subsiste, pero sometido al máximo a un principio de rendimiento: si las fuerzas son gastadas, es con vistas a la adquisición de fuerzas mayores. La sociedad arcaica se limitaba en la guerra a redadas de esclavos. Conforme a sus principios, podía compensar esas adquisiciones por medio de hecatombes rituales. El orden militar organiza el rendimiento de las guerras en esclavos, el de los esclavos en trabajo. Hace de la conquista una operación metódica, con vistas al ensanchamiento del imperio.
El orden militar pone fin a los malestares que respondían a una orgía de consumo. Ordenó un empleo racional de las fuerzas para el crecimiento constante del poder. El espíritu metódico de conquista es contrario al del sacrificio y desde un comienzo los reyes militares se rehúsan al sacrificio. El principio del orden militar es la desviación sistemática de la violencia hacia el exterior. Si la violencia hace estragos en el interior, se opone a ella en la medida en que puede. Y desviándola hacia afuera, la subordina a un fin real. La subordina así generalmente. Así el orden militar es contrario a las formas de combate espectaculares, que responden más a una explosión desenfrenada de furor que al cálculo razonado de la eficacia. Ya no apunta, como lo hacía en la guerra y en la fiesta un sistema social arcaico, al mayor gasto de fuerzas. El gasto de fuerzas subsiste, pero sometido al máximo a un principio de rendimiento: si las fuerzas son gastadas, es con vistas a la adquisición de fuerzas mayores. La sociedad arcaica se limitaba en la guerra a redadas de esclavos. Conforme a sus principios, podía compensar esas adquisiciones por medio de hecatombes rituales. El orden militar organiza el rendimiento de las guerras en esclavos, el de los esclavos en trabajo. Hace de la conquista una operación metódica, con vistas al ensanchamiento del imperio.
2. Posición de un Imperio como la cosa universal
El imperio se somete desde un principio al primado del orden real. Se plantea a sí mismo esencialmente como una cosa. Se subordina a fines que afirma: es la administración de la razón. Pero no podría admitir otro imperio en su frontera como igual. Toda presencia a su alrededor se ordena por relación a él como un proyecto de conquista. Así pierde el sencillo carácter individualizado de la estrecha comunidad. No es ya una cosa en el sentido en que las cosas se insertan en el orden que les pertenece, es el orden mismo de las cosas y es una cosa universal. En este punto la cosa que no puede tener un carácter soberano, aun menos puede tenerlo subordinado, puesto que es, en principio, una operación desarrollada hasta el límite de sus posibilidades. En último extremo, ya no es una cosa, en tanto que lleva en sí misma más allá de sus caracteres intangibles una apertura a todo lo posible. Pero esta apertura es en ella un vacío. Es solamente la cosa en el momento en que se deshace, revelando la imposibilidad de la subordinación infinita. Pero no puede consumarse por sí misma soberanamente. Pues esencialmente es siempre una cosa, y el movimiento de la consumación debe siempre venirle desde afuera.
3. El Derecho y la Moral
El imperio, como es la cosa universal (cuya universalidad descubre su vacío), en la medida en que su esencia es una desviación de la violencia hacia el exterior, desarrolla necesariamente el derecho que asegura la estabilidad del orden de las cosas. El derecho da, en efecto, a los embates lanzados contra él la sanción de una violencia exterior.
El derecho define las relaciones obligatorias de cada cosa (o de cada individuo-cosa) con las otras y las garantiza por la sanción de la fuerza pública. Pero el derecho no es aquí más que una reduplicación de la moral que garantiza las mismas relaciones por la sanción de una violencia interior del individuo.
El derecho y la moral tienen igualmente su lugar en el imperio, en tanto que definen una necesidad universal de relación de cada cosa con otras. Pero el poder de la moral permanece extraño al sistema fundado sobre la violencia exterior. La moral sólo toca este sistema en el límite en el que se integra el derecho. Y la unión de uno y otro es el término medio por donde se va del imperio al exterior, del exterior al imperio.
[...]
Primitivamente, en el interior del mundo divino, los elementos fastos y puros se oponían a los elementos nefastos e impuros, y los unos y los otros aparecían igualmente alejados de lo profano [aquí conviene ver el ejemplo del zoroastrianismo o el yazidismo] . Pero si se considera un movimiento dominante del pensamiento reflexivo, lo divino aparece unido a la pureza, lo profano a la impureza [como en las religiones monoteístas contemporáneas]. Así se completa un deslizamiento a partir de un dato primero en el que la inmanencia de lo divino es peligrosa, en el lo sagrado es en primer término nefasto y destruye por contagio aquello a lo que se aproxima, en el que los espíritus fastos son mediadores entre el mundo profano y el desencadenamiento de las fuerzas divinas, y comparadas a las divinidades negras parecen menos sagradas.
Este deslizamiento antiguo incoa un cambio decisivo. El pensamiento reflexivo define reglas morales, enuncia relaciones umversalmente obligatorias entre los individuos y la sociedad o entre los mismos individuos. Esencialmente esas relaciones obligatorias son las que aseguran el orden de las cosas. Retoman a veces prohibiciones que funda el orden íntimo (tal como la del crimen). Pero la moral elige en las reglas del orden íntimo. Aparta o por lo menos no exhibe aquellas prohibiciones a las que no puede ser conferido valor universal, las que dependen claramente de una libertad caprichosa del orden mítico. E incluso si toma de la religión una parte de las leyes que dicta, como las otras, las funda entonces en la razón, las une al orden de las cosas. La moral enuncia las reglas que derivan universalmente de la naturaleza del mundo profano, que aseguran la duración sin la cual no puede haber en él operación. Se opone, pues, a la escala de los valores del orden íntimo, que ponía en lo más alto aquello cuyo sentido es dado en el instante. Condena las formas agudas de la destrucción ostentatoria de las riquezas (tal como el sacrificio humano o incluso el sacrificio sangriento...). Condena en general todas las consumaciones inútiles. Pero sólo es posible en el momento en que la soberanía, en el mundo divino, se desliza de la divinidad negra a la blanca, de la nefasta a la protectora del orden real. Supone en efecto la sanción del orden divino. Admitiendo el poder operatorio de lo divino sobre lo real, el hombre había prácticamente subordinado lo divino a lo real. Redujo lentamente su violencia a la sanción del orden real que es la moral, a condición de que el orden real se pliegue, juntamente en la moral, al orden universal de la razón. La razón es, de hecho, la forma universal de la cosa (idéntica a sí misma) y de la operación (de la acción). La razón y la moral unidas, sacadas, de hecho, de las necesidades de conservación y de operación del orden real, concuerdan con la función divina que ejerce una soberanía benevolente sobre ese orden. Racionalizan y moralizan la divinidad, en el movimiento mismo en que la moral y la razón son divinizadas...
El derecho define las relaciones obligatorias de cada cosa (o de cada individuo-cosa) con las otras y las garantiza por la sanción de la fuerza pública. Pero el derecho no es aquí más que una reduplicación de la moral que garantiza las mismas relaciones por la sanción de una violencia interior del individuo.
El derecho y la moral tienen igualmente su lugar en el imperio, en tanto que definen una necesidad universal de relación de cada cosa con otras. Pero el poder de la moral permanece extraño al sistema fundado sobre la violencia exterior. La moral sólo toca este sistema en el límite en el que se integra el derecho. Y la unión de uno y otro es el término medio por donde se va del imperio al exterior, del exterior al imperio.
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Primitivamente, en el interior del mundo divino, los elementos fastos y puros se oponían a los elementos nefastos e impuros, y los unos y los otros aparecían igualmente alejados de lo profano [aquí conviene ver el ejemplo del zoroastrianismo o el yazidismo] . Pero si se considera un movimiento dominante del pensamiento reflexivo, lo divino aparece unido a la pureza, lo profano a la impureza [como en las religiones monoteístas contemporáneas]. Así se completa un deslizamiento a partir de un dato primero en el que la inmanencia de lo divino es peligrosa, en el lo sagrado es en primer término nefasto y destruye por contagio aquello a lo que se aproxima, en el que los espíritus fastos son mediadores entre el mundo profano y el desencadenamiento de las fuerzas divinas, y comparadas a las divinidades negras parecen menos sagradas.
Este deslizamiento antiguo incoa un cambio decisivo. El pensamiento reflexivo define reglas morales, enuncia relaciones umversalmente obligatorias entre los individuos y la sociedad o entre los mismos individuos. Esencialmente esas relaciones obligatorias son las que aseguran el orden de las cosas. Retoman a veces prohibiciones que funda el orden íntimo (tal como la del crimen). Pero la moral elige en las reglas del orden íntimo. Aparta o por lo menos no exhibe aquellas prohibiciones a las que no puede ser conferido valor universal, las que dependen claramente de una libertad caprichosa del orden mítico. E incluso si toma de la religión una parte de las leyes que dicta, como las otras, las funda entonces en la razón, las une al orden de las cosas. La moral enuncia las reglas que derivan universalmente de la naturaleza del mundo profano, que aseguran la duración sin la cual no puede haber en él operación. Se opone, pues, a la escala de los valores del orden íntimo, que ponía en lo más alto aquello cuyo sentido es dado en el instante. Condena las formas agudas de la destrucción ostentatoria de las riquezas (tal como el sacrificio humano o incluso el sacrificio sangriento...). Condena en general todas las consumaciones inútiles. Pero sólo es posible en el momento en que la soberanía, en el mundo divino, se desliza de la divinidad negra a la blanca, de la nefasta a la protectora del orden real. Supone en efecto la sanción del orden divino. Admitiendo el poder operatorio de lo divino sobre lo real, el hombre había prácticamente subordinado lo divino a lo real. Redujo lentamente su violencia a la sanción del orden real que es la moral, a condición de que el orden real se pliegue, juntamente en la moral, al orden universal de la razón. La razón es, de hecho, la forma universal de la cosa (idéntica a sí misma) y de la operación (de la acción). La razón y la moral unidas, sacadas, de hecho, de las necesidades de conservación y de operación del orden real, concuerdan con la función divina que ejerce una soberanía benevolente sobre ese orden. Racionalizan y moralizan la divinidad, en el movimiento mismo en que la moral y la razón son divinizadas...