martes, 15 de enero de 2008

Teoría de la Cacería

[Primera Sesión: El Arma de la Hechicería]


Durante los siglos XIV y XVII, Europa fue sacudida por la Contrareforma, que tuvo a la Santa Inquisición como instrumento de tortura. La cacería de brujas y herejes hunde sus raíces en las tradiciones paganas pre-cristianas, las cuales denunciaban a hadas y otros seres con poderes sobre la naturaleza. La Iglesia Católica logró sistematizar estas supersticiones, particularmente mediante un código conocido como Malleus Maleficarum, “el martillo de las brujas”, obra publicada por los teólogos en 1484 y referencia obligada de la demonología. Según los eruditos, la mujer tenía una innata predisposición a asociarse con Satán, creencia legitimada en la tradición judeocristiana: “No debes conservar viva a una hechicera” (Éxodo 11:18), “Las mujeres guarden silencio en las congregaciones, porque no se permite que hablen, sino que estén en sujeción, tal como dice la Ley” (1Corintios 14:34-35), “Que la mujer aprenda en silencio, con plena sumisión. No permito que la mujer enseñe, ni que ejerza autoridad sobre el hombre, sino que esté en silencio. Porque Adán fue formado primero” (1Timoteo 2:11-13).

El estereotipo del ser humano asociado con el diablo era una mujer vieja, miserable, fea, soltera o viuda, rechazada en su aldea. En la Edad Media la Iglesia desarrolló el arsenal misógino que traía en sus genes: como resultado, el 85% de los ejecutados por hechicería eran del sexo femenino. La palabra latina fémina, de hecho, ya significaba “la que tiene menos fe” (fides = fe, minus = menos). Siendo que la mujer, por naturaleza, era proclive al satanismo, aquellas que pretendían no ser catalogadas de brujas en potencia debían conservar un comportamiento recto y disciplinado, de plena sumisión. Pero “si la mujer fue el miembro más subordinado de la sociedad feudal, ella fue también potencialmente el más volátil”.[1] Aunque la mayoría de las reas desmentían las acusaciones, algunas en su desesperación ante el sistema imperante creían ser realmente brujas, y así lo declaraban libremente. El saber esotérico del dios de este mundo incluía conocimientos acerca del aborto y el control de la natalidad, todo lo cual le daba a la mujer una manera de encarar la opresión que representaba el Dios de la Iglesia, institución que la denigraba y le impedía la participación activa en sus ritos. Con la conquista española de América, el estereotipo de la bruja llegó al nuevo mundo.

Irene Silverblatt se enfoca en estudiar este estereotipo en el Perú colonial. Casi todos los teólogos coincidían en que el diablo prosperaba en los Andes, lo que justificaba la colonización y la erradicación de la religión y las prácticas de los indígenas (consumo de drogas, rituales sexuales, sodomía, etc). Para los españoles, Cristo aun no había llegado a los Andes pero Lucifer sí, por ello los indígenas no podían ser considerados herejes propiamente, pero era menester liberarlos de las garras del demonio. “Desde el inicio de la conquista, los teólogos españoles así como los soldados y los mercenarios de menor erudición vieron al ejército del diablo operando en los Andes. Esta percepción, una consecuencia directa de la cosmovisión europea desarrollada en la Edad Media, llevó a los colonizadores a algunas conclusiones interesantes acerca de la religión nativa. Curiosamente, al igual que en Europa, esta construcción intelectual comenzó a tomar vida propia, adhiriéndose a, y penetrando en, la radicalmente distinta visión precolombina del universo”.[2] Así, los españoles comenzaron a evaluar la religión indígena desde su óptica occidental, calificándola como hechicería y culto al diablo. Se supuso, asimismo, que quienes practicaban las peores magias negras eran mujeres viejas y pobres.

Aunque seguramente debió existir una gran brecha entre la imagen que los españoles tenían de las religiones nativas y la imagen que tenían de ellas los mismos indígenas, lo cierto es que los colonizadores veían al diablo y sus brujas debajo de cada piedra, y hallaron en la “brujería” andina los mismos motivos, actos y efectos que tenía la del viejo mundo. Lo cierto es que en la cosmovisión andina no existía esa entidad detentadora del mal, mucho menos la mujer era vista como un ser moralmente débil: más bien se asumía la existencia de una dialéctica de fuerzas complementarias, necesarias ambas en el desenvolvimiento de la sociedad como un todo. Aunque algunas divinidades incas, como las huacas, tenían poderes que infundían temor, sus poderes destructivos no pueden asimilarse a los que tiene el diablo en el cristianismo. La enfermedad en los Andes no era obra de fuerzas maléficas, sino del desequilibrio entre las distintas energías sociales, naturales y sobrenaturales, o causa de la falta de adoración a algún dios. En todo caso, en el Tawantinsuyu sí existían curanderos, yerberos y adivinos que usaban coca o tabaco para sus predicciones, pero los españoles sólo lo vieron como fruto de los pactos que estos “brujos” tenían con el diablo. Para Silverblatt, “la hechicería y la brujería que los cronistas sostenían haber visto en los Andes –en las que las alianzas con fuerzas maléficas eran consideradas la explicación más probable de la enfermedad, la desventura y la muerte– fueron muy probablemente una invención hispana”.[3] En todo caso, si antes los incas no sabían de brujas, ya para el siglo XVII comenzaron a aparecer en el Perú brujas autoproclamadas que confesaban sus tratos con el demonio, claro resultado del proceso de colonización impuesto. Entonces comenzó la campaña inquisidora en Perú: estas indígenas habían sido bautizadas y ahora rechazaban la fe cristiana para abrazar la brujería, por lo que se les podía considerar (ahora sí) como herejes. Pero en el Perú, esta “herejía” no era más que el retorno a los ritos incaicos del curanderismo y la adoración de las huacas. La inquisición tenía su motivación política: convirtiendo exitosamente a los indios, se podía mantener el control social y hacerles pagar impuestos; por ello la adoración de los dioses nativos era vista como un desafío no sólo a la Iglesia sino a toda la sociedad colonial. El proceso de aculturación que impregnó a los amerindios llevó a deformar sus términos: supay era un concepto moralmente neutro que podía referirse a un espíritu dañino o benéfico, pero devino en el nombre que los peruanos le dan al diablo. Hapiñuñu significa “tetas que cogen” y se refería a una especie de duende provisto de tetas con las que tomaba a las personas. Los españoles transformaron a los hapiñuñu en fantasmas diabólicos derrotados por Santo Tomás.

Como contraparte, las mujeres indígenas convirtieron al diablo que se les quería imponer en un ángel cristiano, de facciones europeas. Lo cierto es que las “brujas” nativas, en pacto con los “diablos” ambiguos, mitad Satanás mitad huacas, lograron desafiar a la sociedad colonial con sus supuestos poderes sobrenaturales, que utilizaban en defensa de sus comunidades y en contra de las autoridades hispanas. Se produjeron multitud de juicios contra supuestas brujas indígenas que se habrían vengado de curas y otras autoridades por haber maltratado a los nativos. Los indígenas frecuentemente culpaban de sus desdichas al hecho de haber abandonado a sus dioses, por ello eran proclives a retornar a sus ritos y, seguidamente, a ser acusados de brujería. Esto trae a colación una diferencia fundamental entre la bruja europea y la peruana: mientras la primera era una paria rechazada por su aldea, la “bruja” peruana era respetada, protegida y a la vez temida en su comunidad, invitándosele a reuniones y solicitándosele como curandera. Las mujeres fueron definitivamente las defensoras de la religión y las costumbres indígenas ante la ilegítima presencia española, estableciéndose en las punas para poder vivir en rechazo al dogma católico y no ser reducidas a la servidumbre. Sin duda, su arma fundamental fue la hechicería, poder tan temido por los españoles que muchas veces preferían no acercárseles. En el fondo, estas mujeres nativas, desesperanzadas al ver a su pueblo servir a viles invasores, se hicieron hechiceras no sólo para ser temidas, sino para burlarse de los españoles y de su absurda caza de demonios.


[1] Irene Silverblatt, El Arma de la Hechicería, en Verena Stolcke (compiladora), Mujeres Invadidas: la Sangre en la Conquista de América, Madrid, Horas y Horas, 1993; pp. 121-170; p. 199

[2] Ibidem, p. 131

[3] Ibidem, p. 135

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